Anatomía del ángel y su vuelo


Yo digo el Ángel y no los ángeles, porque aunque sepamos de ellos como de una serie y acaso infinita de criaturas, no podemos estar ciertos más que del nuestro, del que nos trae nuestro propio y único mensaje.
 
Desde la luz, en la llama, se conforma el Ángel:

El Guardián: el Mensajero. Cabe decir de él todo lo que es elemental y contradictorio. La ardiente delicadeza coexiste con una dureza diamantina, en él se hace presente el más encarnado compromiso de lo incorpóreo. Los contrastes desaparecen porque él mismo es la llama, en juntura esplendida del cielo y de la tierra. Ese linde milagroso en el que el Ángel se enciende es la incesante alternancia de ceniza y llama, de cuerpo y espíritu. El ser es doble. Su presencia compromete a la vez, simultáneamente.

Dos alas posee, una que se despliega en brillante renovación de lo visible y otra que agita al ser profundo y obliga a la verdad del vuelo, que llega a iluminar y a herir. Todo lo que entonces arde se eleva y su cuerpo es ese ardor.

El Ángel es también terrible porque trae el mensaje último. Cae sobre nosotros hendiendo la hoja de viva llama y desde su resplandor se hace casi palpable el inmenso entorno de las tinieblas. Las alas se agitan, sumergidas como él en ondas de sombra que palpitan en torno. Un rumor de espanto rodea entonces la presencia fulgurante, se oye un pesado agitar, sombrío aleteo invisible en el abismo. El mensajero también da noticias de las sombras, por esto es doble su mensaje.
Su estructura corporal se resquebraja y sólo por el fulgor de la llama en la que arde puede mantener, casi ilusoriamente, la entereza de su cuerpo que se dispersa. Entonces el Ángel sangra, revestido de músculos corpóreos, predispuesto su esqueleto inmaterial sobre huesos y tendones de corruptible materia humana que el vuelo transfigura:

-¡ Qué señorío tiene el volar que entonces se inicia !

Las grandes alas extendidas se apoyan sobre un aire que el peso del aleteo hace palpable. Ocultan la luz del sol y arrastran debajo una forma cenicienta que marca sobre la tierra la dirección del vuelo. Pero sólo la sombra queda unida a la tierra, las alas apoyan el brío de sus músculos sobre una transparencia infinita. El vuelo celebra entonces el doloroso compromiso carnal de lo etéreo, la sagrada vocación de muerte del espíritu que hace posible un incesante resurgir.

Así consume el Ángel en su vuelo la materia humana que arrebató en su ímpetu inicial, así desgasta su peso corpóreo: en su ser eterno la vida enceguecedora expande un inmaterial peso de muerte y esa misma gravitación mortal lo eleva.

No hay triunfo en el Ángel, porque él corporiza su vuelo con materia de muerte, no hay un triunfo, aunque en su ser se inserten plumas angélicas hay sólo el brillo fugaz del vuelo.

No es cierta la señal que la sombra dibuja en la tierra, sólo es cierto el pulso ardoroso del despliegue, el enérgico palpitar de las alas que se desangran nutriendo su ardor en lo invisible, sorbiendo el espacio en su aleteo, ganando alturas. La llama que entonces allí arde funde al ser con el espacio y su vida con la luz, hasta ser un remoto punto vibrante que se borra en puro resplandor.

La sombra no se percibe ya sobre la tierra, el aire no ofrece estela que atestigüe el vuelo; el ardor de su latido consumió su materia visible. Todo retorna a su verdadero e invisible fundamento.

Apenas quedan rastros levemente materiales. Algunas plumas manchadas de sangre, otras con sus bordes quemados giran en el aire y recobran su leve gravedad originaria, descendiendo en común inocencia sobre la tierra eterna.

Alex Schweg

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