¡Maldita juventud!
Sara Planellas


Un día se levanta uno con deseos inmensos de odiar a la gente, a la vida. La ira consume los pensamientos mientras se apodera  del cuerpo y del alma. Esa rabia de haber perdido tanto, de haber visto a muchos y a muchas cosas morir, hiere, quebranta y hace sufrir. Entonces, le da por recordar lugares donde se vivieron momentos irrepetibles, y a personas que formaron parte de las escenas de un pasado que siempre se mira mejor. Se nos antoja resucitar aromas, sensaciones y músicas...

Regresan las sonrisas, los besos, la angustia y la ternura que ya tampoco existe. Peor aún, empieza uno a recordarse y al hacerlo, se mezclan las pérdidas de los seres que pertenecieron a la aventura de aquella maldita juventud, con la perdida de uno mismo, y la decepción que nos dejó el luchar tanto por lo que nunca duraría más de lo establecido, de lo escrito en un destino errático y misterioso. Maldita, porque se fue como todos los protagonistas de las historias. Como se fue la esperanza,  las ilusiones, la falacia de los amores eternos, la embustera afirmación de la lozanía que jura no abandonarnos mientras nos cautive un sueño.

Ese día de batalla inútil, de cóleras lejanas y presentes, llegó hoy a mi vida. Se me encendió el coraje al comprender que nada podría hacer para derrotar este día, ni los que vendrían después, ni la burla de Dios durante los instantes de las últimas consecuencias. Sin embargo, en medio de mi martirio, un presentimiento logró aliviarme un poco con respecto a eso de las últimas consecuencias. Intuí que ya para esos momentos ningún sentimiento estaría conmigo, no me quedaría nada que esperar, ni siquiera el miedo a la muerte. Que traicionándome, como todas mis realidades, tronaría en mi oscuro cielo precisamente cuando menos estuviese yo dispuesto a recibirla. 

Desde que a duras penas me levanté de la cama, donde me toca sufrir el insomnio, comencé a revivir el dolor y la agonía de todas mis muertes. En el transcurso del día, me la he pasado  cargando con el descubrimiento de mi incipiente vejez, y con la nostalgia profunda de aquella juventud que se escapó, que me abandonó demasiado rápido, llevándose absolutamente todo. Que para colmo no  tengo ni donde enfrentarla para así ajustar cuentas con ella, pues el destierro me ha privado de un reencuentro con mi lugar de origen.

Hace meses que me he estado rebelando en contra de algo incomprensible, mientras al mismo tiempo, no lograba entender qué era lo que me tenía tan furioso, lo que me hacía sentir impotente, desvalido y totalmente en desacuerdo con una absurda existencia que sólo me provocaba resentimiento y amargo sarcasmo. Hoy, desde que me miré en el espejo del baño, desde que vi esta cara marchita y profundamente conforme, me di cuenta del motivo de mi beligerante y contradictoriamente rebeldía. 

A pesar de haber encontrado la razón de mi guerra, no he tenido el valor de descargar mis frustraciones sobre la gente que a mí alrededor molesta por tan sólo existir.  No me he liado a golpes con el hijo de mala entraña que me cortó delante en la vía rápida cuando más prisa tenía, y que para sacarme la bilis por las orejas siguió delante de mí a veinte millas por hora. No me he atrevido a despedazar a varios en la oficina que me han hecho sentir —muy frecuentemente— profundas ganas de echarlos a los leones. Por el contrario, he sonreído continuamente hasta terminar la jornada de trabajo, con el éxito que todos suponen ha caracterizado siempre a la labor en mi mediocre vida.

Al salir del ministerio, no me fui directo a la casa. Me fui a caminar, a ver la humanidad que ríe, que aparentemente la pasa muy bien. Recorrí los lugares donde se reúne la juventud. Donde los jóvenes se divierten, coquetean y romancean formando parte de una escenografía sugestiva, sensual. Me senté en el extremo de la barra para tener vista general del lugar, para poder flagelarme con cada caricia, con cada insinuación, con todas las caras del idilio. Observé por largo rato, mientras me emborrachaba muy a propósito, para sufrir con más intensidad. Para envidiar mejor a toda aquella inocente y ufana muchedumbre de  pieles nuevas, de cuerpos exuberantes y emociones vírgenes que le ofrecían a mi resentimiento, sin imaginarlo ni proponérselo, la ignorante pureza de sus mocedades enamoradas, repletas de circunstancias por vivir, planes que realizar, quimeras desesperadas y fantasías.

Todas las parejas me cautivaban y me hacían daño a la vez. Pero había una en especial que me aguijoneaba los sentidos con más saña que las demás, porque siempre la suprema belleza que se siente completamente ajena, y lastima a los desgraciados. Los dos hermosos, tenían la desfachatez de seducirse despreocupadamente de la manera más delicada, como si el universo les diera el derecho de merecerlo todo. Apenas se rozaban las manos y no dejaban de mirarse insinuantemente. Sin embargo, no había ni un destello de lujuria o vulgaridad en sus provocaciones. Parecían haberse encontrado por obra y gracia del amor, de ese que va más allá de lo ordinario, y arrasa con la realidad de un mundo enfermo de sexo inservible y vacío.

Me conmovió la preciosa manera de reconocerse que enajena a los enamorados. Entonces, me recordé en el primer y monumental amor, el que convenció a mi adolescencia de una eternidad que resultó ser desfachatadamente falsa. La imagen me provocó una profunda lástima por aquellos inocentes, ajenos a la repugnante certeza que los alcanzaría inevitablemente para marcar y deformar sus ideales. 

Sin previo aviso, un poder malsano devoró la dulzura de mis memorias y un temblor de aborrecimiento me estremeció de pies a cabeza. Odié, odié con todas mis fuerzas a los ingenuos amantes y no pude seguir mirándolos. Sentí nauseas por la tramposa belleza que engaña a la ilusión. Tuve deseos de gritar y romper a golpes aquella mentira furtiva y descarada. Me sorprendí clamando en silencio por la muerte. Ahí me di cuenta de que había perdido, finalmente, la poca capacidad que me quedaba de amar, confiar, la valentía de creer. La furia me asaltó de nuevo, y el rencor por la vida, que me había defraudado tanto, me cegó.

Quise a pesar de mi desconsuelo, ofrecer la otra mejilla, para al menos desconcertar a la tristeza. Entonces tuve un ataque de nobleza, y se me ocurrió un acto de bondad. Salvaría a esos enamorados. No tendrían que llegar irremediablemente al momento de pensar, descubrir, admitir, sufrir que el amor se acaba siempre, que el esplendor de un sentimiento y la euforia que suscita el sentirlo son efímeros, como la juventud misma. Que la felicidad es un fuego fatuo que permanece el exiguo tiempo en que se mantiene ardiendo una pasión. Que el éxito provoca excitación. Que la tristeza de las ausencias, del tedio y las decepciones se hacen perpetuas y se incrustan a uno hasta el último respiro.

Me levanté y fui hasta ellos. Ni cuenta se dieron que yo me acercaba. Apenas se percataban de mi presencia cuando ya estaban alcanzando el paraíso ofrecido a los que se portan dócilmente en esta tierra de injusticias y lágrimas. Con la misma pistola que me había regalado hacía años para pegarme un tiro después de la definitiva partida de mi mujer, y que nunca tuve la dignidad de usar, los maté.

Lo hice, repito, para salvarlos, para limpiar mi cuerpo y mi mente de aquel odio insano que me había estado corroyendo por dentro todo el día. Lo hice para ajusticiar simbólicamente a mi insensata juventud. Lo hice por el rezago de amor absurdo que quedaba dentro de mi corazón lacerado. Lo hice para evitarles la desdicha de entender que la vida traiciona siempre, haciendo de la breve maldita juventud una farsante descarada, y de la interminable vejez el  indigno y cruel castigo, donde se ha de cargar con una piel tatuada de secretos que se pudre poco a poco en sus recuerdos.


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