Diario de Sudáfrica VII
Mireya Robles


Octubre 27, 1985, domingo - El viernes 18 de octubre, viaje en tren a Margate con Anna. El tren antiguo, asientos altos con marcos de madera pulimentada tapizados en un azul-verdoso. Compra de billetes: estación de Durban, segunda clase, por favor, un total de R19 por ida y vuelta. Ya en el tren, el conductor, desde el andén asoma la cabeza por una de las ventanillas, nos habla con profunda convicción del que está cumpliendo un deber: quizás ustedes no saben que este vagón es multirracial, sólo el primer vagón es para blancos, que es el vagón de primera clase, pero éste es multirracial. Le contestamos que sí, que
lo sabemos, que estamos viajando con billetes de segunda clase. El conductor no se resigna a no habernos impresionado e insiste: éste vagón se llena, va recogiendo pasajeros en cada estación, se llenan los asientos, el vagón de blancos es el primero. Sin resignarse por no habernos causado un impacto ante la posibilidad de la cercanía de pasajeros multirraciales (indios, negros y mulatos, llamados coulored), se alejó de la ventanilla para entrar en el tren. Comenzamos en la estación de Durban el viaje de unas 3½ horas interrumpido por las múltiples paradas: Berea Road, Dalbridge, Congela, Umbilo, Rossburgh, Clairwood, Montclair, Merebank, Reunion, Pelgrim, Isipingo, Umbogintwini, Pahla, Amanzimtoti, Doonside, Warner Beach, Winkelsprwit, Illovo Beach, Carridene, Umgababa, Ilfracombe, Umkomaas, Clansthal, Renishan, Scottburg, Park Rynie, Kelso, Pennington, Sezela, Bazley, Ifafa Beach, Mtwalume, Turton, Mfazazana, Hibberdene, Umzumbe, Melville, Surwich Port, South Port, Sea Park, Umtentweni, Port Shepstone. La estación de Durban va quedando atrás. Pocas estaciones han pasado cuando viene el conductor a recoger los billetes y a reafirmar: yo he trabajado en estos trenes durante diez y siete años y sé lo que les digo, se llenan, se llenan, y éste es un vagón multirracial. Se alejó esta vez satisfecho de su advertencia. El vagón se va poblando de negros y de algunos indios aunque sin atestarse, como casi apocalípticamente había advertido el conductor. Unas estaciones han pasado. El conductor ahora discute con una india, o mejor dicho, le ordena en una forma que me pareció brutal, que se vaya del vagón. Me preocupé de inmediato. Pensé que la iba a echar del tren por haber comprado un billete hasta una parada anterior a la que debía bajarse, o algo por el estilo. De ser así, quiero pagar la diferencia para que la dejen tranquila. Anna se para a averiguar la situación. Yo me quedo en el asiento con el equipaje. Resultado de las averiguaciones: la india tenía un billete de tercera clase y se había metido en el vagón de segunda clase. Me quedo tranquila. Mi temor había sido que la echaran del tren. Algunas estaciones pasan. El conductor viene con su acento Afrikaans, a justificarse: hace diez y siete años que trabajo con “estas gentes”, yo sé cómo tratarlos (se dirige a mí). Usted se preocupó por esa india? Le aclaro: no me preocupé por una india, sino por una persona, quería estar segura de que llegaría a su destino. El conductor: Ah, una "persona", eh? Yo le digo que conozco a “estas gentes”, esa mujer quería viajar en segunda con un billete de tercera, no es que yo tenga prejuicios, es que los conozco. Yo: no me interesan las cualidades que usted tenga y la situación es muy sencilla, se trataba de ayudar a un ser humano si así lo necesitaba. Se alejó el conductor después de echar su parlamento sarcástico que se empeñaba, sin lograrlo, en sonar entre humorístico y condescendiente. Pasan algunas estaciones. Viene un africano joven que me pareció fingidamente alarmado a decirnos que él había estado sentado allí, en el asiento opuesto al nuestro y que en ese asiento se le habían quedado todos sus documentos y que ahora no estaban. Yo sólo recordaba a otro joven africano que había estado sentado allí, pero a éste no lo recordaba. El africano (así les llaman a los negros) se fue y volvió varias veces con la historia de los documentos. Vino por fin el conductor, se dirige a mí: este hombre es de la policía y dice que dejó aquí sus documentos y que ahora no están, dónde están? Se intensifican las afirmaciones de los documentos. Me pasa rápidamente por la mente si todo esto no será un lío para hacerme pasar un mal rato por el incidente de la india. Mi reacción: me `desconecté' de la situación. Miré hacia la ventanilla ignorando en lo que pude, la escena que habían montado el conductor y el africano. Parece que se cansaron de no causar ningún impacto y se fueron. Pasan algunas estaciones. Se aparece de nuevo el conductor que se sienta ahora a todo lo largo del asiento opuesto al nuestro. Traté de seguir desconectada. La voz con acento Afrikaans seguía allí. Entre el ruido del tren, empecé a mirar aquella boca que me pareció enorme y superpoblada de dientes. Me di cuenta entonces de que en su forma estaba tratando no sólo de justificarse, sino de causar en mí una impresión favorable. Sería que él comentó con alguien el incidente y le aconsejaron que disipara toda posibilidad de una impresión de aparteísmo? Sería que él mismo se lo aconsejó? El caso es que allí estaba, lleno de condescendencia hacia sí mismo, reafirmando su experiencia de diez y siete años entre “estas gentes”, asegurándome que todos ellos lo llamaban por su nombre, David, que él les hablaba en zulu, que la gente del gobierno estaba aislada en sus oficinas, pero que él estaba en contacto con ellos, que él sí sabía lo que era luchar con ellos, resolver tantos problemas, peleas que surgían día a día en ese recorrido de diez y siete años y “estas gentes” siempre traen un cuento, fíjese usted, ese mismo hombre, el africano que es policía y venir con la historia de los documentos y esto no es nada, hay que ver ese vagón de tercera clase, lo quiere ver? De inmediato dije que sí y para allá nos fuimos él y yo. Al llegar al vagón de tercera clase, David se desata a hablar en zulu al grupo apretado de pasajeros negros. Obvios gestos que se esforzaban en producir una impresión de fraternidad: apretones de manos, palmadas en la espalda, y la pregunta repetida en zulu, cuya respuesta era siempre: David, David. A medida que él oía su nombre, aumentaba su autocondescendencia y verificaba conmigo: ve como me conocen? Todos saben que soy David. El vagón de tercera clase: muy inferior, menos cómodo, menos interesante físicamente. David sigue hablándoles en zulu a los pasajeros prestos a la risa ante sus comentarios. Me pareció estar en un recinto aparte, en un pequeño mundo de hombres-niños, de hombres cuya fiera interior había sufrido mutaciones hacia una mansedumbre que surgía pronta, a la más leve indicación del domador. David hizo un chiste en alta voz, dirigido a todos los del vagón. Rieron como niños retardados, obedientes a la indicación. Quise saber de qué se trataba el chiste. David me explica: les dije que usted era mi mujer y que ninguno de ellos estaba capacitado (sexualmente) para acercársele porque usted necesita todo un hombre, como yo. Me quedé mirándolo intensamente. Descubriendo, redescubriendo en él los profundos abismos que nos separaban. Descubrí en él una casi felicidad, una total satisfacción por su capacidad de "demostrarme". Me abstengo de hacerle comentarios sobre el chiste sexual. Fue su forma de decirme que él era un ser apto para la integración. Un ser condescendiente no sólo con los pasajeros multirraciales, sino con seres como yo, para los que él tenía que desentrañar y exponer una realidad que sin él, nos sería imposible captar. Unas estaciones antes de llegar a Shepstone, David viene a despedirse. Otro conductor, también blanco, lo sustituirá. Al verlo alejarse me pregunto si reconocerá él el miedo alojado en algún lugar de su ser. Ese miedo que tantas veces reconozco yo, habitándome. Ese miedo de ser incapaz, por razones esenciales o circunstanciales, de trascender. Mi terror a que los intentos de contacto queden en el vacío. Mi terror a fallar, a fallarme en la exigencia ontológica de enriquecer, de enriquecerme en lo que debe de ser una forma natural de intercambio. Miedos que identifico uno a uno, y que intento desterrar ahora, mientras escribo, por obra y gracia de la energía mágica de la palabra.

Como a las 9:30 de la noche, llegada a Shepstone. No vimos al dueño de Sea Horse Chalets que nos llevaría, en su Mercedes Benz blanco, a Margate, a unos 18 Kms. de Shepstone. Decidimos seguir a los otros pasajeros. Nos vimos en un amplio terraplén donde había algunos minibuses y taxis, todos llenos de negros e indios. Algunos minutos allí hasta que se nos acerca un indio conduciendo uno de los taxis y nos advierte: es mejor que salgan de aquí, aquí corren peligro, vayan a la otra zona de parqueo, al otro lado del andén. Volvimos al andén, nos quedamos unos minutos allí, fuimos a sentarnos al salón de espera. La estación se había quedado casi totalmente vacía. De pronto, se aparece un inglés de mediana edad, medio calvo, un poco gordito, que se identificó como Robert Jones, dueño de Sea Horse Chalets. Viaje de unos veinte minutos en el Mercedes. El señor Jones conduce y habla con Anna. Yo, en el asiento de atrás, trato de descifrar el paisaje en medio de la noche. Llegada al hotel, caminata a la playa, a unos pasos de distancia. Boca arriba, sobre una enorme roca, trato de identificar estrellas, las estrellas que tantas veces identifiqué en Ossining. Fue mi forma de decirme que podemos reencontrar lo conocido, no importa en qué lugar del mundo estemos. Fue mi forma de acortar distancias, de aliviar un poco el desarraigo. Vuelta al chalet. En la habitación, velas encendidas para alumbrar el texto de Racine, que oigo en la voz de Anna: Phèdre. Música de Bach. Salida temprana el sábado para explorar kilómetros de una playa definitivamente azul, poblada de enormes monolitos oscuros que parecen surgir del agua. En una de las rocas, a mi lado, el cuerpo desnudo de Anna sigue su costumbre adquirida en una isla del Mediterráneo, en la Isla de Levante, de tostarse parejamente. Yo, tomo el sol a retazos con la trusa puesta y los ojos pendientes, por si se acerca alguno de los pobladores de la aldea, más hechos, como yo, a mantenerse cubiertos en las playas. Caminata por el pueblo, desayuno-almuerzo en Wimpy, al estilo americano: café, huevos fritos, crumpets (pequeños pancakes). Seguimos la línea de la playa. Nos quedamos largamente en un extraño puente sobre el mar, oyendo las olas romperse contra el cemento, correr tan vigorosamente, entre las enormes piedras. Cena en un restaurante indonesio. Un Appeltiser primero, para calmar la sed. La cena. Conversación prolongada entre una media luz que se hace mágica. Larga caminata de vuelta al chalet para oír las últimas escenas de Phèdre. Al amanecer, otra vez la playa, despedida de la aldea, desayuno-almuerzo en una combinación de restaurante y tea-room (tienda de comestibles): café, flapjacks (pancakes grandes), con crema. Atardecer. El señor Jones y su Mercedes. La estación. El tren que nos lleva de regreso. En una de las paradas, ya de noche, se aparecen en la ventanilla, como salidos de las líneas del tren, un grupo de niños zulus. Extienden las manos, piden a gritos. Les voy dando las monedas que encuentro regadas en el fondo de mi mochila. Comienza el movimiento. Los niños se quedan adheridos al tren a pesar de mi insistencia para que se separen hasta que al fin desaparecen en la oscuridad. Medianoche. Llegada. Un taxi, las calles de Durban. El farol de la cabaña alumbrando la entrada. Reconozco el patio, los libros amontonados aún, sin estantes. A solas, me llega la visión de Margate, su consistencia de realidad que a la vez se diluye, se hace irrecuperable.


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Dancing for the King of the Zulus