Amarar (framento)

Editions Hoy no he visto el paraíso, publicada en Bubok por http://editionshoynohevistoelparaiso.wordpress.com/


"…Ocurrió entonces la aparición del ángel. Fue en la taberna del puerto que vi al muchacho. Estaba desesperado. Las campanas repiqueteaban, llamando a los pescadores pues la capa de nieblas presagiaba tormenta. Cuando entró en el bar, el salitre golpeó a los presentes; todos fijamos sus gestos lentos, su andar desgarbado de anciano, y el rostro curtido, con la belleza rara de la aceituna que ha madurado y repleta de jugo, anuncia que el vino montará en la charla. Tenía unos ojos rarísimos, como si a cuchillo, en medio del verde, alguien hubiese desgranado una mora.

“Nos conocíamos al dedillo, y la fiebre de lo nuevo llevó a los hombres a pagar tragos, con tal de que contara de donde había salido, qué le llevaba a la pestilente posada de un puerto repleto de contenedores donde duermen emigrantes de tantos mares que nadie es capaz de saber el idioma que hablan.

“Con desgano, creo que con deseos de ser detenido, comenzó su recuento en español saltado de ruso, y de francés primitivo. Había atravesado a pie Europa, había matado en una riña, - no recordaba si en Italia o en los Pirineos- a un hombre que trató de aprovechar su indefensión para abusarle, y buscaba papeles que le permitieran recomenzar.

“Tenía los pies destruidos, las manos delgadas, enormes dedos finos, con los que se ajustaba la chaquetilla verde gastada, y despejaba la frente de las mechas de cabello castaño que caían con la gravedad del relato.

“La tormenta interrumpía, repicaban los goznes, tumbaba floreros de las ventanas, nos proveía de náufragos de las calles, que extenuados buscaban abrigo.

“Tengo derecho a existir”- me murmuró –justo cuando yo pensaba que no quería saber de existencia, y en un arranque de destrucción generosa le regalé mis papeles, le hice don de identidad.

“Bien avanzada la madrugada le llevé a casa, no puedo explicar los motivos, quizás deseaba que me matara; pero el chico, sentado en el suelo de la cocina cortó rodajas de pan y comió queso, sin decir una palabra. Luego se ligó un cigarrillo negro, y el olor a achís saturó el mantel. Nada podía contarle, mi vida parecía llana, oscura, insignificante, sin riesgo y eso que entraba en los cincuenta.

“Quizás un poema, sí, le leí poemas de antes, y sentía que me iba desvistiendo de toda identificación humana, lo único que quedaba intacto, como un sello, eran los versos, y me di cuenta del engaño, cuando se nace poeta, no valen escapadas al mundo, a los normales, no hay estaciones más o menos calmas, apenas queda tiempo para imaginar, pues tienes el esqueleto haciéndose polvo por donde quieras que pasas…

“Una semana después, vista su inocencia en asuntos de ego y cuestiones literarias, arranqué mis huellas dactilares, las pegué en sus dedos; y le autoricé a confundirse bajo mi nombre, historia y señales…a fecundar, y seguir camino. Yo estaba curado de cualquier cosa que pudiera autorizarme a ser un Hombre.

“El muchacho escapaba a los arrecifes, sus excursiones no duraban una hora, como si temiese perderme. Se empeñaba en hacerme compañía, en aprender mis gestos delante del espejo, marcado por la ligereza de quien no ha pasado por las mismas...Le veía de lejos, bajo el aguacero, extendiendo la mano en la distancia, feliz de la documentación, esperanzado.

“Poco a poco se estableció el disfrute. Podía conversar durante horas con un ser que me precedía en el gesto, en la afirmación y la negación, y, a la vez, la frescura de su rostro contradecía la angustia que dejé instalar frente a las dudas. Durante seis meses los roles se invirtieron, y le busqué. Prepara el desayuno y me abstenía de un café mientras no despertara; si nos sorprendía el mediodía en los campos, buscaba la frescura de los manzanos, de las bolas de heno para no perder un segundo y vaciar mis recuerdos, como si estuviese convencido que el muchacho era un saco sin fondo o capaz de digerir, de hacer nuevo el destrozo de mis huidas.

“En el primer otoño que pasamos, su mirada se inclinaba frente a las lluvias. No soportaba el encierro, le contradecía la leña húmeda, la chimenea negruzca que escanciaba olores de inexistentes asados, se sobresaltaba con las bandadas de aves que emigraban, dejando estelas en el cielo. Poco tenía a contarle pues él adivinaba lo que hubiese hecho, lo que hice en cualquier circunstancia.

“Hasta que le hallé una madrugada en el patio, bajo la helada llovizna, tiritando, repitiendo frases incomprensibles. Asomado por pesadillas, despertaba cada noche, en sudores, a gritos pedía que contara sobre un nombre, una ciudad, una imagen que relampagueaba la almohada.

“Fui paciente, le traspasé toda mi memoria, lentamente, como un suero de veneno. Yo huía, no tenía precio, identidad, ni carga a soportar. El pasaba por estados de violencia y arrojaba objetos a los muros, daba cabezazos a la puerta, y luego se arrepentía como un niño.

“Desaparecía durante semanas, regresaba extenuado y sonriente, con el olor a las redondas madames de la región, de enormes y rosados senos. Luego se encerraba a preparar recetas con hongos alucinógenos, que recogía en las plastas de vaca.

“Una tarde se sentó en el borde del barranco, bajo el efecto de la sopa endiablada y fijándome a los ojos, se dejo caer. Gritaba “Matanzas, matanzas”, con desesperación.

“Mi primer reflejo fue lanzarme en busca del cadáver, pedir a gritos ayuda, pero nada salía de mi boca. Las gavilanes estaban suspendidos, los cargueros a lo largo de la playa, asemejaban a cubos dispersos en el juego de un niño distraído; solo el viento soplaba, arreciaba su lúgubre imprecación.

 “Hasta que le vi reaparecer. La mano extendida, como si flotara en el vacío, envuelto en la luz plateada del océano. Como un ángel etéreo y preciso, reía arrastrado por el viento que le llevaba de un extremo al otro del acantilado, saltando los bajíos, indiferente al peligro que acechaba.

“Se había convertido en ángel, de todas mis esencias, su organismo había destilado grandes fragmentos de poesía, de todas las oscuridades conocidas , había asimilado la luz de la palabra, lo peor y lo mejor de las almas, convirtiendo la sustancia -por conjuro o experiencias celtas, que debe haber aprendido en sus parrandas- en molécula que le envolvía en resplandor, en aura que sanaba a quienes se le acercaban en la comarca.

“Fue entonces que Matanzas se hizo destinación, punto de regreso. Decía “te llama el lugar donde te perdiste en la mentira. Era una constante, como si el tiempo le estuviese contado y tuviese como misión devolverme a la costa, sosteniéndome, cansado, en urgencia. Cuando tomé la decisión, el ángel ya no era un impostor, pues se había desnudado de mí.

“El ángel había adquirido sabiduría, parecía inmenso en su luz de ángel muerto. Sabía que no podía cambiar su destino. Estaba más desolado que el cántaro roto frente a la fuente de agua. Al fraguar su forma de etéreo, supo que nada de lo que un hombre atesora a lo largo de su vida merece restituirse a la inmortalidad, y se fragmentó de desengaños, sin pedir, ni aconsejarme nada, otra vez repitiendo “matanzas, matanzas”. Para entonces me había acostumbrado a sus escándalos, espectaculares desintegraciones en pelusa, en polvillos, cuando sentía cólera, o le contradecía en los caprichos.

“Nuestra vida había llegado a un punto insoportable. Yo estaba vacío y él, completamente cargado y rencoroso hacia lo que no le pertenecía. “Quiero que te mates”, me dijo, “no es un preaviso, desaparece de mi vista”. Quizás yo estuviese esperando que me violentara, que me diera respuesta a algo. Fue la ternura la que me convenció: “es lo mejor para los dos, viejo”- pronunció echando leña al fuego, recostándose en los sopores de plantas que recogían druidas del bosque cercano y que tenían como propiedad adormecerlo durante días, o sonreír beato en estado de trance.

“Abandoné al ángel, sin despedirme. Cuando el carguero despasaba el faro de las gaviotas, reconocí, entre los turistas ingleses que venían a la pesca, su figura que daba cabriolas, y desesperada se lanzaba al mar. Sé que lloraba, tal era la intensidad de sus ojos, que a 25 leguas de la costa el agua reproducía el brillo de sus lagrimas de esencia de hombre.

“Días después, en plena travesía, el capitán del barco me contó que el ángel reapareció en Madrid, y se había arrojado en el metro, perseguido por espantos.

“Prefiero que así haya sido, nos hemos liberado del pesante cuerpo…


Margarita García Alonso




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