Perdí mi casa al fuego
Mabel Cuesta

                                                                                                         I


Perdí mi casa al fuego. Cientos de hombres han venido a rescatarme. Son las nueve de la noche y esta ciudad de madera ha comenzado a arder. Es octubre. Perdí mi casa al fuego, repito entre dientes mientras unas desconocidas me ofrecen sopa y abrigo. Nos han traído a las afueras. Son enormes los establos y aquí nos hacinan, nos motivan al olvido. Otoño, octubre, 1871. He perdido mi casa. He sido traída al otro lado del río. Las llamas no deben alcanzarnos. Hablan de reconstrucción, de esperas. Las mujeres a ratos, lloran, a ratos repiten consignas de esperanza. Algunas se compadecen de mi enjuta figura, mi silencio enfermo. He perdido mi casa, la pequeña habitación adornada con recortes de periódico. Las cacerolas redondas hechas con los restos refundidos de una máquina de vapor. Tengo 17 años y todo lo que creí mío permanece ahora sepultado en las cenizas. Hablan de reconstrucción. De regresar allí donde estuvimos y componer casas y edificios a base de hierro y de cristal. Tengo 17 años y nadie notaría si en este mismo instante me voy. Hacia el este.

Estoy en el establo. El frío comienza a colarse entre los huesos. Un frío inmenso que no podré alejar de las hendijas. Está el heno. La cama y la manta serán de heno. Va a apestar mi cuerpo y todo cuerpo que aquí se aproxime. Cierro los ojos.

Recuerdo el día en que llegué. Chicago de júbilo. El tren lanzó su zumbido de total desmesura. El señor que horas atrás había recogido nuestros tickets en Nueva York, nos despertaba. Mi madre había dejado caer su gorrito de lana entre las piernas y al ver mi intención de recogerlo exigió: olvídalo, compraremos uno nuevo para cada una. Muy pronto. Ese gorro apesta a cervezas, a tu padre, a Dublín. Déjalo, hija, no mires atrás. Chicago esperaba.

Días enteros recorriendo las fábricas. Mi madre que se ofrece, que dice, puedo lavar y cocinar y coser, puedo trabajar dieciséis horas si es necesario, señor. Somos mi hijita y yo. Debemos comer. Debemos quedarnos para siempre. No hay vuelta atrás.

Mi madre murió en la puerta de la pensión que entonces podíamos pagar con el dinero que había robado a mi padre, días antes de escapar. El vómito de sangre la atragantó mientras luchaba por llegar al umbral. Era entonces 1865 y hablaban del fin de la guerra. Mi madre tenía una fe invencible en que no necesitaría más el gorrito de lana, única memoria de mi padre, Dublín.

Después vino la fosa común. Los dos días y dos noches que pasé junto al hueco en que ella fue arrojada hasta que otras mujeres, de la pensión, vinieron por mí. Hablaron de un trabajo en las empacadoras de cereales. Repartiría allí el agua dos veces al día. No podría distraerme. Ni olvidar. Ni sentarme por más que la espalda ardiera por el peso.
Repartir el agua dos veces al día a más de quinientos hombres y mujeres. Al menos no me era ajeno su acento. Ni la manera en que destilaban alcohol por todo el cuerpo. He escuchado decir a las otras que mi madre y yo llegamos tarde. Que las horas de trabajo han sido tomadas. Que mujeres sin hombre, mejor en casa. Pero ahora sienten pena por mí y callan. Miran condescendientes cuando alcanzo la porción de agua y ellas beben desesperadas. Al menos podré comer y tal vez, vivir de prestado en alguna de sus casas. O en la mía.

Seis años después fue la casa. La mía. La casa que perdida al fuego me deja sin otra razón para la espera. Solo esta certeza de que mañana debo comenzar mi primera jornada hacia el este. Nadie lo notaría.

                                                                                                  II

La negra ha sido bautizada con un nuevo nombre y apellido. Le gusta ser llamada Ciriaca, Ciriaquita… sonríe profundo cuando paso por su lado y le grito que no demore más, que esos negros deben tomar agua una vez al día.

Ciriiiiiaca, negra, yo sé que me entiendes, que entiendes todo lo que digo si te amenazo con el látigo. Eres de todas, la única débil, una mala compra del amo. Lo engañaste por los dientes y tal vez por las caderas. Esas caderas en las que parece que puedes cargar a cada hombre de este ingenio. Ciriiiiiaca, negra; reparte el agua pronto y no pongas tu mano en la frente para limpiarte el sudor, no rezongues, que tengo unas ganas enormes de golpearte hasta verte sangrar y luego llevarte al barracón. Voy a lamer esa sangre con mi lengua afilada. Voy a beberla toda y escupirte después.

A estas horas no hay nadie, negra… a estas horas yo podría entrar en ti a mi antojo y vaciarme con esta rabia enorme que siento. Tú viniste de uno de esos pueblos salvajes, te cazaron como al animal que eres. Nada sé de ti, sólo que me gusta lo caliente de tus muslos. Hay algo en esos muslos que me alivia, Ciriaca, negra con nombre nuevo y sin historia. Negra con apellido de mi tierra y esa mirada tan triste que hace que yo arda. No sé de dónde sales y no quiero averiguarlo; sólo que llegaste con muchos otros negros, más de veinte. Sé que traías una piedra en la mano que te arranqué después de tumbarte al piso en la primera paliza. No querías soltar la piedra y los otros te miraban orgullosos. Soberbia de negros que ya he domado con mi látigo, negros juntos, cazados en algún punto salvaje, apestando a vómito y saliva.

Yo en cambio, llegué solo. Cuatro días caminando hasta Vitoria y luego en uno de esos inmundos coches, tres días más hasta A Coruña. Dos años allí, esperando a que alguien se compadeciera y me dejara entrar de escondido en algún barco. Dos años comiendo sobras en las fondas de la calle Finisterre. Pidiendo la caridad a la entrada de las parroquias de la Divina Pastora y de Santiago, aguantando el frío en los huesos. Dos años para reunir un poco de dinero en el puerto cuando llegaban los pescadores y yo corría para cargar en mis hombros de niño de dieciséis años, aquella red llena de animales vivos y apestosos.

Todo para llegar aquí, negra. A este campo más lejano que el campo de mi aldea. Para decir amo a ese que dice que de España ni siquiera la memoria. Me pregunto, Ciriaca, negra débil, encargada de dar de beber a estos salvajes, qué hago aquí tan tarde. Por qué no llegué cuando la salida hacia estas tierras se hacía por Sevilla y el pedazo de suelo no iba a tener otro nombre que el mío y los negros como tú, iban a entender con mi látigo cómo hacer de esas cañas, las más dulces de la isla. No hay remedio. Mi padre y mi madre deben haber muerto. No tengo a quién reclamar, a quién pedir explicación por la tardanza.

Aquí hay olor a guerra. Siento la fuerza en la mirada de los negros. En la tuya cuando de noche voy y te sudo encima esta rabia interminable. Me consume una perpetua sensación de error, de broma temporal. Ciriaca, negra. Cada noche sueño con un fuego. Un fuego que borre toda presencia mía o tuya. La presencia de ese a quien debo llamar amo. Tú y yo somos lo mismo. Lo siento cuando te arrastro en la escasez de tu pelo detrás del barracón y lloras. Sé que también te preguntas por qué naciste en tiempos de caza, por qué no te dejaron en paz en el monte aquel donde coleccionabas piedras y animales. Yo tengo el látigo; pero somos lo mismo. Dos árboles transplantados en tierra ajena. Sueño con un fuego, negra, quien podrá probar que he sido yo, si una de estas noches, mi lámpara de keroseno cae accidentada entre las cañas.

                                                                                                     III

¿Por qué llegas tarde? fue su primera frase cuando al fin paró de jadear y se resbaló desde la altura de mi muslo, medianamente flexionado, hasta la cama. ¿Por qué no estabas aquí quince, diez años atrás? Es entonces que le cuento que he estado caminando las cuestas de la ciudad con las manos metidas en los bolsillos. Que subir y bajar por esas calles se ha convertido en el único instante de total liberación. Que cuando no estoy andando, un mar de voces me arrastra contra las paredes. Sólo hablan de cómo fue la vida aquí. Cincuenta años atrás: el neón desaparecido; las tardes del Casino; las excursiones a la ermita; la retreta del parque los domingos; el olor a pan caliente despertando a la ciudad… Es una amalgama de voces que no cesa. Escucho a los abuelos y a las tías y a las vecinas y a las mujeres de los patios: la vida/ aquí/ cincuenta años atrás. Todo el ayer arrebatado es su casa. Una casa perdida al fuego, ha dicho alguien mientras giraba impreciso en una de esas calles que subo y bajo obsesionadamente.

Y ahí están los muertos. La perpetua presencia de Catherine McCullough. El daguerrotipo que colgamos en la sala. Muchacha huida de las llamas. Abuela de la abuela. Catherine McCullough que llegó por los arrecifes del castillo de San Severino cuando la primera guerra ya era un fracaso palpable. Catherine McCullough que conoció tantas veces al mar y su perpetua desmesura. Hablo con ella en días de quietud. Le pido historias dublinesas, una descripción exacta del mar en Glendalough y el río de Chicago. Hablo con Catherine McCullough porque sólo ella ha visto las moles de hierro que atraviesan el agua en Nueva York y ha viajado en semanas de total inanición a la Florida. Tenemos su daguerrotipo como prueba infalible a la memoria. Hubo un día de ayer, una mujer que reconstruyó la casa luego del gran fuego.

También está el muchacho. Francisco Arana. Rescatamos las partidas, bautismo y defunción. Corroboramos que fue su sangre la que entró un día lejanísimo en el cuerpo de Ciriaca, tata mágica que surcó los siglos y cosió las ropas del abuelo. Y habló en lengua imposible. Y cocinó las carnes y legumbres con fuego de carbones, allá en el bohío de la finca de Álava. El mismo pedazo de tierra que Ciriaca había surtido de agua, sangre y sudor de los hermanos hasta que alguien dijo que eran libres.

Entonces Francisco tuvo miedo de volverla a llevar a las barracas. Francisco desapareció hacia el este sin saber que su simiente vivía en el cuerpo de la negra y que había sido bautizada, por tercera vez, con su apellido. Porque el rumor se había hecho enorme y fue a parar al amo. Y dijo el español que si Francisco Arana había querido montar a la negra, Francisco Arana, el mayoral, era responsable de nombres y apellidos.

Y fue la bisabuela Cata Arana. Mulata libre. Hija de la rabia y el horror de dos desconocidos. Hija de la noche en que su padre ayudó a los negros a incendiar el ingenio que años después sería –sólo por breves parcelas- casa de Ciriaca y de Cata y de otros hijos que nacían una vez al año, ocho o nueve meses después de que con puntualidad se rumorara que Francisco Arana, el mayoral, había regresado.

Hablo con los muertos y contigo. Te explico que vengo de tiempos diferentes. Que no pude detener el fuego en Chicago o en Álava. Te cuento que estás también en la caravana de los que andamos por las calles, girando imprecisos, buscando una respuesta.
Hablo contigo cuando cesan tu jadeo y mi jadeo y ese instante de única verdad nos acoge, placenteras. Te cuento cuántas veces he perdido mi casa, cuántas veces presiento que aún la perderé. Que no hay manera de llegar a tiempo por más que pase noches, meses de desvelo, corriendo sin parar, para llegar a ti y que me escuches.

Perdí mi casa al fuego. Era Chicago de madera y Álava de monte seco. Era esta ciudad de hilo en donde estamos. Éramos tú y yo. Era que encendíamos antorchas.



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