Gertrudis Gómez de Avellaneda y su época
            José María Cepeda


Vida, pasión y muerte de una poetisa olvidada, en la cumbre del Romanticismo español; cubana por nacimiento y sevillana de vocación.


Ni una calle*, ni una plaza, ni una triste placa en la casa en la que vivió recuerdan en Sevilla la vinculación con esta ciudad de la que fue considerada en su día como una de las voces más hondas de la poesía romántica en lengua española. Ni tan siquiera un crisantemo marchito sobre su tumba, en el cementerio de San Fernando, con las letras de su nombre gastadas por la intemperie, en la que disfruta, al fin, de la paz espiritual que no conoció en vida.

El contraste resulta aún más conmovedor por cuanto la humilde sepultura que ocupa en el antiguo camposanto-jardín, tan cerca de la becqueriana Venta de los Gatos y hoy rodeado de autopistas y naves industriales, se halla contigua a las de pomposo mármol blanco o negro granito de figuras del toreo, del baile o de la copla.

¿Quién podría reparar, paseando entre aquellos lúgubres cipreses, en que los restos que allí descansan pertenecieron a aquella dama de mirada dulce y serena que pintó Federico de Madrazo y que disfrutó de la amistad y reconocimiento de personajes tales como Lista, Zorrilla, Espronceda o Fernán Caballero?

Pero, comencemos por el principio. ¿Quién fue Tula, "La franca india" o "Amadora de Almonte", que con todos eso seudónimos y algunos más gustó de ser llamada la escritora en diferentes fases de su vida y así firmó algunas de sus obras, ya fueran poemas, novelas, obras teatrales o cartas, que casi todos los géneros literarios cultivó en su no demasiado largo devenir sobre la Tierra?
Para responder a esta pregunta, nada mejor que darle la palabra a ella misma a través de la autobiografía que escribió para un destinatario muy concreto del que luego sabremos más detalles.

Sólo nos resta advertir al lector que lo que va a leer a continuación no es el argumento de un novelón decimonónico, sino el compendio de una historia real, trágica a la par que grandiosa, como lo era el espíritu de su protagonista; romántica, en el sentido originario de ese manoseado término. Una historia en la que entran y salen personajes, tal que si de un salón de baile se tratara, en el que se danzara al ritmo alocado de la polka más que al acompasado del minué, como hubiera querido, quizá, alguno de los bailarines.



INFANCIA Y ADOLESCENCIA: DE  LAS ANTILLAS A LA PENÍNSULA


"Es preciso ocuparme de usted; se lo he ofrecido; y, pues, no puedo dormir esta noche, quiero escribir; de usted me ocupo al escribir de mí, pues sólo por usted consentiría en hacerlo.
La confesión, que la supersticiosa y tímida conciencia arranca a un alma arrepentida a los pies de un ministro del cielo, no fue nunca más sincera, más franca, que la que yo estoy dispuesta a hacer a usted. Después de leer este cuadernillo, me conocerá usted tan bien o acaso mejor que a sí mismo. Pero exijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha existido.
Usted sabe que he nacido en una ciudad del centro de la isla de Cuba, a la cual fue empleado mi papá el año de nueve y en el cual casó algún tiempo después con mi mamá, hija del país..."


Así comienza a escribir su autobiografía la poetisa una calurosa noche sevillana de finales de julio de 1839.

Afortunadamente, la persona a quien iba dirigida no cumplió la obligación que le imponía la escritora de dar al fuego aquellas cuartillas tan pronto como las hubiera leído, así como tampoco las cartas que le fue enviando a lo largo de los años sucesivos.

La ciudad del centro de Cuba, a la sazón colonia española, a la que Tula se refiere es Santa María de Puerto Príncipe, después llamada Camagüey, la misma ciudad que vio nacer, casi un siglo después, a otro insigne poeta: Nicolás Guillén. La fecha de su nacimiento, el 23 de marzo de 1814.

Sus padres fueron el capitán de navío Don Manuel Gómez de Avellaneda, de origen peninsular, concretamente de la villa de Constantina, y Doña Francisca de Arteaga, perteneciente a una familia de la alta burguesía criolla.

La temprana muerte de su padre, cuando Gertrudis tenía ocho años, fue la primera advertencia que la vida le hizo acerca de su carácter de valle de lágrimas más que de lecho de rosas. A continuación vendrían las nuevas nupcias de su madre con Gaspar de Escalada, también militar, cuya ruin condición se revelaría años después cuando consiguió arrastrar a la familia a su Galicia natal.

Pero no adelantemos acontecimientos, pues hemos dejado a la sensible señorita Tula en Puerto Príncipe, rodeada de criadas negras que invocan ora a la Virgen de la Caridad del Cobre ora a Changó, mientras la ayudan a vestirse para la velada nocturna que se celebrará en la mansión del rico propietario de un ingenio azucarero.

Mas la felicidad de Tula no es completa. No ha cumplido aún los diecisiete años y ya su familia la ha prometido a un próspero y maduro hacendado a quien ella no ama.

En una de aquellas sensuales noches del trópico, quien sabe si bajo la influencia de una sonata de Chopin, ha salido a refrescarse a la veranda y allí, bajo la sombra de un mamey, ha conocido a un apuesto joven llamado Loynaz, de quien no tarda en caer rendidamente enamorada.

Pero aquella relación se encuentra lastrada desde sus orígenes. Por un lado, existe una vieja enemistad entre las dos familias; por otra, el temor al escándalo social que produciría la ruptura del compromiso con el "novio" coloca a Gertrudis ante un complicado dilema.

Ella trata de desahogarse contándole sus cuitas a Rosa Carmona, su amiga del alma, compañera de ensoñaciones y de lectura de novelas y poesías amorosas.

Pero Rosa no hace más que ponderarle las virtudes del rico terrateniente y de desaconsejarle el trato con Loynaz, al tiempo que persuade secretamente a la madre de Tula para que lo aparte de la casa familiar.

Cuando todo estaba preparado para la celebración del matrimonio, Tula decide que no puede seguir adelante con la farsa. Huye a casa de su abuelo, se arroja a sus pies y le dice que se dará muerte antes de casarse con el hombre que le destinaban. Su abuelo la comprende y protege pero no así su padrastro y el resto de la familia, que la tildan de frívola y casquivana por haber roto tan ventajoso compromiso. Poco tiempo después, su abuelo, enfrentado con Escalada, abandona la casa de la madre de Tula, en donde residía y se muda a casa de uno de sus tíos. Éste aprovecha la estancia para indisponer al anciano contra su hija y su nieta pintándola como una niña novelera y consentida, con el único fin de que aquel variara el testamento a su favor.

Lo consigue. El abuelo fallece a los pocos meses y deja toda su fortuna al referido hermano de su madre, hecho que la familia interpreta injustamente que ha sido propiciado por el escándalo provocado por el rompimiento de Tula.

Para colmo de desdichas, ésta termina por enterarse de que lo que ella suponía interés en su futuro por parte de una amiga mayor y más juiciosa, como era Rosa Carmona, cuando le ponía en guardia respecto a su relación con Loynaz, obedecía a motivos bastante más inconfesables: Rosa y Loynaz se amaban clandestinamente.

"¡Cuántas veces lloré en secreto lágrimas de hiel y pedí a Dios me quitase la existencia! ¡Cuántas envidié la suerte de esas mujeres que no sienten ni piensan; que comen, duermen, vegetan, y a las cuales el mundo llama muchas veces mujeres sensatas...! -- escribe la poetisa abrumada por el final abrupto de su edad de la inocencia.

A consecuencia de tantos pesares, Gertrudis cae gravemente enferma. Tras unos meses de convalecencia en el campo, acoge con agrado el proyecto de su padrastro de trasladarse a la península, junto con su madre y su querido hermano pequeño, Manuel.

Escalada vende tierras y esclavos y la familia se traslada unos meses a Santiago de Cuba antes de zarpar para Europa. Durante esos meses, Gertrudis es feliz. Compone versos, que son apreciados, y brilla con luz propia entre la buena sociedad santiaguera.

Al fin, el 9 de abril de 1836, se embarcan para Burdeos en una fragata francesa, no sin sentir una intensa emoción por abandonar la tierra que la vio nacer, a la que despide entre lágrimas.

"¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente..."

Tras pasar unos días en Burdeos, entran en España y se dirigen a La Coruña, la tierra de Escalada. Tula tampoco encuentra allá la felicidad que, como casi siempre suele ocurrir, huye más de uno en tanto más se la persigue.

Aparte de las mezquindades y bajezas con las que Escalada atormenta a la familia, que lo ha dejado todo por seguirlo, Gertrudis choca con el carácter gallego de entonces, pacato y ahorrativo. La familia de su padrastro la acusa de atea por leer a Rousseau y de señorita sabihonda con ínfulas de grandeza.

Tula, como siempre, va a intentar buscar consuelo a sus desdichas en el amor. El beneficiario, en esta ocasión, se llama Ricafort, es militar,  y, aunque le ama con muchas dudas y voluntarismos, pues aquel no entiende sus aspiraciones intelectuales y la quiere con la pata quebrada y en casa, olvida su propósito anterior de no volver a atarse a ningún hombre y se compromete con él a contraer  matrimonio, una institución en la que, en el fondo de su corazón, no cree.

Pero el regimiento de Ricafort es llamado para participar en la Guerra Carlista y, de nuevo, encuentra la poetisa el pretexto para romper sus compromisos.

En esas condiciones, triste y escéptica por un lado, libre por otro, parte con su hermano hacia Lisboa y, de allí, a Andalucía, a conocer  a la familia paterna, resuelta a dejarse llevar por emociones y pasatiempos momentáneos y a olvidarse para siempre de la pasión amorosa, que tantos sinsabores ha acumulado sobre su corazón, hasta dejarlo casi gélido.




TULA EN SEVILLA: EL ENCUENTRO CON CEPEDA



La Sevilla a la que llega Gertrudis es una ciudad ensimismada que vive de glorias pretéritas. El dinamismo que le otorgaba ser la sede de la Casa de Contratación y monopolizar el comercio con las Indias, hace más de un siglo que lo perdió en beneficio de Cádiz.

Estamos ante una ciudad en donde la ilustración y la cultura cosmopolita, propiciada por el comercio, prácticamente han desaparecido; sus vínculos con el mundo exterior han sido cortados y se encuentra en manos de una aristocracia de origen rural, altiva e ignorante, y de una Iglesia retrógrada, que describe muy bien Blanco White, contra cuya influencia pudieron muy poco los intentos reformadores de Olavide en el siglo anterior.

Como contrapartida, cabe destacar algunos logros modernizadores conseguidos, sobre todo, durante el mandato del asistente Arjona, tales como la construcción de los Paseos de Cristina y Delicias, alumbrado público y empedrado de las calles. Más tarde, ya durante el reinado de Isabel II, se construiría el Puente de Triana por ingenieros franceses, al tiempo que se inicia una política de ensanches urbanísticos que tiene como consecuencia la demolición de casi todas las puertas de la antigua muralla, así como la sustitución de la calle de Génova, actual Avenida de la Constitución, por la calle Sierpes y la Plaza del Duque como principales focos de actividad social y comercial.

La presencia de la "pequeña corte" de los Montpensier en la ciudad, el nacimiento de la Feria de Ganados en el Prado de San Sebastián, origen de la actual Feria de Abril, y, en el plano cultural, los Cursos de Historia y Humanidades impartidos en el Colegio de San Diego por el eminente maestro Alberto Lista terminan de pintar el cuadro de una ciudad que no se resigna del todo a ceder la preeminencia cultural y económica que tuvo en siglos anteriores.


Es en este marco en donde podemos encontrar de nuevo a Tula. La podemos imaginar ahora paseando por el Duque o por el Cristina acompañada de alguna de sus amigas de la buena sociedad sevillana, asistiendo al teatro y desdeñando, uno por uno, a los petimetres que comienzan a asediarla.

El clima cálido de Sevilla y el ambiente sensual que se respira en sus calles parecen de nuevo devolver a Gertrudis las ganas de vivir y de escribir. Y más, mucho más, cuando un buen día, como quien es alcanzado por el rayo, se encuentra de bruces con el Amor personificado en un joven y apuesto estudiante de Derecho, de noble familia ursaonense, llamado Ignacio de Cepeda.

La poetisa, que no sabe hacer las cosas a medias, siente en su estómago el vértigo, aterrador y delicioso a un tiempo, de quien cree haber encontrado el hombre de su vida. Corre el año 1839. Gertrudis tiene veinticinco años y el objeto de su pasión absorbente, sólo veintitrés.

Pero, de nuevo, Tula se equivoca en la elección. Su nuevo amigo es la antítesis de la poetisa en lo que al carácter se refiere. Ella es un huracán exaltado, él un joven flemático y estudioso, un ilustrado con un siglo de atraso.

Sin embargo, no se amilana, y, mientras él más se resiste a caer en las redes absorbentes de Gertrudis, más lo cerca ella con sus poemas y cartas apasionadas, no sin antes darle cumplida cuenta de los avatares de su vida anterior  con la ya mencionada autobiografía que escribe en exclusiva para él.

De entre toda la producción literaria de la escritora durante sus años sevillanos cabe destacar su drama "Leoncia", estrenado en  1840 en la ciudad del Guadalquivir. En 1841 se publica en Madrid su primer libro de poesía, prologado por Juan Nicasio Gallego, y su novela "Sab".

Es éste un período febril para la autora y lo que mejor define su estado de ánimo en ese momento son las cartas que dirige a su amado. Es en esta época, además, cuando decide consagrar su vida a la Literatura, decisión bastante arriesgada en aquel y en cualquier tiempo, y más para una mujer de la época.

La correspondencia entre ambos personajes se inicia el mismo año de 1839 y se prolonga, a veces con grandes lapsos de tiempo, hasta 1854. Las cartas de los dos primeros años son las más apasionadas. En ellas, el exaltado espíritu de la poetisa transita, como las nubes caprichosas de su tierra natal que tan pronto ofrecen un día radiante como descargan un enorme aguacero, del entusiasmo a la desolación, de la lisonja más dulce al reproche más acerbo, ante la impasibilidad e indiferencia amorosa que Cepeda le muestra.

"...Tú eres lo que has sido, lo que serás siempre para mí, el más amable de los hombres y el más querido de los amigos... Es preciso que te diga que te quiero aun más que a ningún hombre he querido, y que si el destino ha ordenado que no te vuelva a ver más, conservaré de ti una tierna e imborrable memoria..."

"En un rapto de mal humor he rasgado dos actos de mi drama. En otro rapto de mal humor, hice trizas el vestido que debía ponerme esta noche... no será extraño, que en otro me arroje por el balcón... Adiós, ten compasión de una mujer que pudo ser algo en el mundo y que ya es nada. Ámame o mátame... no hay para mí otra alternativa. ¡Tantos días sin verte...! ¿Tienes de hielo el corazón?... ¿Qué significa esto? ¿Te pesa ya mi amor? Acaso te pese, pero no tanto como a mí la vida..."

Tula desea compartir con Él—así, con mayúsculas, como si se tratara de Dios, le llama—todo: sus más íntimos pensamientos; su soledad; sus lecturas de Chateaubriand, de Walter Scott, de Madame de Stäel; la germinación de su propia obra... Todo, quizá, menos su propia cotidianeidad que, en un arranque de independencia que la anticipa, como en tantas otras cosas, al futuro, y que, tal vez, fue el principal motor de sus desgracias, desea reservarse para ella sola.

A cambio, Ignacio, que llegaría a ser con el tiempo acaudalado propietario y hasta diputado en Cortes y que, además es también, a su manera, un hombre curioso y aventurero, le cuenta en sus cartas sus viajes por Europa que le llevan desde el París de la Revolución de 1848 hasta Turquía y Palestina, desde Berlín hasta Roma.
Paulatinamente, el tiempo y la distancia van consiguiendo lo que no consigue el empeño, cuando del amor de un hombre y una mujer se trata: que la pasión inicial se vaya trocando en fraternal amistad.

"No existe lazo ya: todo está roto;
plúgole al cielo así, ¡bendito sea!
Amargo cáliz con placer agoto.
Mi alma reposa al fin: nada desea...

De graves faltas vengador terrible,
dócil llenaste tu misión, ¿lo ignoras?
No era tuyo el poder que, irresistible,
Postró ante ti mis fuerzas vencedoras...

Cayó tu cetro, se embotó tu espada
Mas, ¡ay!, cuán triste libertad respiro
Hice un mundo de ti, que hoy se anonada
Y en honda y vasta soledad me miro.

¡Vive dichoso tú! Si en algún día
ves este adiós que te dirijo eterno,
sabe que aún tienes en el alma mía
generoso perdón, cariño tierno"


LOS AÑOS DE MADRID: EL DOLOR Y LA GLORIA


A partir de 1840, encontramos a Tula en Madrid. Presentada en el Liceo Artístico de la capital, en donde lee con gran éxito sus poemas, la Avellaneda, como empieza a ser conocida en los cenáculos artísticos madrileños, se codea ya con los grandes de la época. Quintana, Espronceda, Zorrilla, Gallego... se cuentan entre sus amistades literarias. Otras figuras, de la talla de Valera, Alarcón, Menéndez y Pelayo, como veremos luego, elogian la fuerza y el desgarro de los poemas, obras teatrales y novelas que van apareciendo de la  antillana, que se encuentra en la plenitud de sus facultades como mujer y como escritora.

Su desbordante actividad, tal vez para olvidar sus penas amorosas, la hace colaborar en periódicos y revistas, al tiempo que su ingenio y cultura brillan en los más selectos salones y tertulias de la capital. Hasta tal punto su independencia y dinamismo admira a sus coetáneos que hace proferir a Bretón de los Herreros un comentario que hoy tendríamos por machista, pero que entonces era todo un homenaje a su genio: "¡Es mucho hombre esta mujer!".

Pero, de nuevo, la desgracia acecha en forma de trampa amorosa. En 1844, año de la publicación de su novela "Espantolino" y del estreno de su drama "Alfonso Munio" conoce al joven diplomático y  prometedor poeta, también sevillano, aunque residente en la Corte, Gabriel García Tassara.


El amor contrariado y platónico de su anterior relación con Cepeda se toma ahora la revancha en la forma de un huracán de pasión que envuelve a la escritora y a su nuevo amante.

Fruto de esa pasión desbordada, Gertrudis queda embarazada, con el oprobio que eso significaba para una dama célibe de la época, y en 1845 da a luz a su hija Brenhilde, la cual enferma y fallece a los pocos meses de vida, sin que Tassara, que, con el tiempo llegaría a ser embajador de España en Washington, se digne reconocerla, y ni siquiera acceda a verla, pese a los insistentes y desgarradores ruegos de la poetisa.

"Tassara: Aun vuelvo a escribir a usted y, lo que es más, estoy resuelta, si usted desatiende mi carta, a buscarle por todas partes y a decir a gritos dondequiera que lo encuentre lo que voy a manifestarle por escrito. Mi Brenhilde, mi hija, se está muriendo..."

Cansada de dar tumbos por la vida, Gertrudis busca la estabilidad en el matrimonio. En 1846 contrae matrimonio con Don Pedro Sabater, Gobernador Civil de Madrid, con tan mala fortuna que su esposo fallece tres meses después de la boda.
Tula se retira unos meses a un convento de Burdeos y allí su pluma abandona el aire mundano y se eleva hacia el misticismo.

¡Tú eres, Señor, amor y poesía!
¡Tú eres la dicha, la verdad, la gloria!
¡Todo es, mirado en ti, luz y armonía!
¡Todo es, fuera de ti, sombra y escoria!

Regresa a Madrid en donde es recibida en olor de triunfo, tanto que algunos de sus influyentes amigos la postulan, en 1853, para ocupar el sillón de la Real Academia vacante tras el fallecimiento de Juan Nicasio Gallego. Pero, pese a su fama, la Academia le cierra las puertas con el único argumento de que es una institución que no admite mujeres entre sus miembros.

En 1855 vuelve a probar suerte con el matrimonio. El afortunado, en esta ocasión, es Don Domingo Verdugo, coronel de artillería y diputado a Cortes, tan influyente en Palacio, que los propios reyes son los padrinos de boda.

Gertrudis parece encontrar junto a su esposo el sosiego y la felicidad que la vida, hasta entonces, le había negado. En 1858, vuelve a triunfar en los escenarios con el estreno de su drama "Baltasar", pero, paradójicamente, como si de un misterioso ciclo se tratara, este éxito va a constituir, de nuevo, el origen de su desgracia.

Verdugo, a consecuencia de un altercado con un gacetillero, que había reventado la representación teatral, es herido gravemente. Gertrudis acude a Isabel II a implorar justicia y castigo para el agresor de su marido. Cuando éste se restablece, la reina, en compensación, le nombra Gobernador de la isla de Cuba.

El regreso de Tula a su tierra de origen es apoteósico. Allí es recibida con todos los honores y se rodea de los más prometedores autores líricos de la isla, como Luisa Pérez de Zambrana o Gabriel de la Concepción Valdés, para los que funda una revista llamada "Álbum cubano de lo bueno y lo bello".

En 1863, su esposo recae en su dolencia y fallece dejándola otra vez sola en el mundo.
Gertrudis, prematuramente envejecida por los sinsabores de la vida, trata de combatir la melancolía viajando. En 1864 la encontramos en los Estados Unidos y en 1865 regresa definitivamente a la península, a Sevilla, concretamente, donde su inspiración poética toma, otra vez, un sesgo religioso. Allí escribe el libro "Semana Santa" que, según algunos críticos, "es el mejor libro de devoción que han producido la piedad y la musa castellana".

Gertrudis Gómez de Avellaneda pasó sus últimos años en Madrid, en donde falleció el 1 de febrero de 1873, a la edad de 59 años. Dejó escrito en su testamento su deseo de reposar en Sevilla, ciudad a la que tanto había querido, no demasiado lejos del lugar en que, pasado el tiempo, habrían de reposar los restos de su gran amor: Ignacio de Cepeda.


EPÍLOGO


Menéndez y Pelayo escribió que la Avellaneda, "aunque sea honra imperecedera de América por su origen, pertenece enteramente a Europa por su educación y desarrollo y ocupa en justicia uno de los primeros lugares del Parnaso español de la era romántica".

Don Juan Valera, por su parte, aseguraba de una forma, tal vez un poco exagerada pero que demostraba hasta que punto gozaba de su consideración, que, en el terreno lírico, "no tiene ni tuvo nunca rival en España y sería menester, fuera de España, retroceder hasta la edad más gloriosa de Grecia, para hallarle rivales en Safo y en Corina..."

Ramón Gómez de la Serna, por último,  dejó dicho que "la divina Tula dio sentido y emoción al romanticismo español, encendiendo su antorcha teatral en aquellos días de entusiasmo y candor..."

A medida que el paso del tiempo ha ido poniendo las cosas en su lugar, aparte de sus méritos estrictamente literarios, la figura de Gertrudis Gómez de Avellaneda ha ido cobrando otros matices que, para muchos, sobre todo en Cuba y otros países americanos, donde es mucho más conocida que en España, la convierten casi en un símbolo de modernidad adelantada a su tiempo.

Y es que, en su obra, Tula no se limitó a celebrar la pasión amorosa en el tono algo engolado y altisonante de la poesía de la época, sino que defendió ideas muy osadas y avanzadas para el ambiente conservador que reinaba en España a mediados del siglo XIX. Así, su novela "Sab"(1841) es la primera novela antiesclavista publicada en lengua española; otra de sus novelas, "Guatimozín, último emperador de México"(1846), nos da una versión "indigenista"de la conquista española en una época en la que imperaba una  visión unívoca sobre esa cuestión. La Avellaneda aportó, además, a la novela española y europea del XIX el ambiente caribeño, bastante desconocido entonces en estas tierras y tenido por exótico, así como un tono melancólico y lánguido que posteriores autores antillanos nos harían a los europeos mucho más familiar.

En el terreno teatral, intentó fundir la tragedia clásica con el drama romántico pero sin caer en los excesos de éste, como en los dramas operísticos "Saúl" (1849) o "Baltasar" (1858), considerada la mejor de sus obras por el retrato psicológico de los personajes, en la que aborda también el tema de la liberación, esta vez desde la perspectiva de los pueblos oprimidos.

También esta gran figura de las letras cubanas y españolas abogó en su obra, y dio testimonio de ello con su propia vida, por la libertad e independencia de la mujer. Por eso hay autores que también la consideran precursora del feminismo.

En definitiva, que allá donde hubiese una causa perdida, allá que estaba el corazón valiente y generoso de Tula dispuesta a defenderla como si de un Quijote femenino se tratara, en lucha constante contra gigantescos molinos de viento que sobrepasaban con mucho sus escasas fuerzas.

*Después de haber sido escrita esta semblanza, el Ayuntamiento de Sevilla nombró  a una de las calles de dicha ciudad, con el nombre de Gertrudis Gómez de Avellaneda. 



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