La sangre del tequila (fragmento)


La casera, arriba, no para de traquetear; tiene ochenta y tantos años y no para de tirar cosas –o quizás se le caigan–: los golpetazos me resuenan aun en los pulmones. Imposible concentrarme. La electricidad es pésima, el No Break de la computadora también se la pasa traqueteando; debí comprar un estabilizador para el televisor: la pantalla se achicaba casi hasta el tamaño de una foto de postal. Cuando vine a rentar la casera no me dijo que en esta celda había tantas arañas, y no pocos alacranes. Desde niño les tengo un miedo pasmoso a los alacranes, más que por lo dolorosas que son sus picadas según anécdotas, por su aspecto: bichos repugnantes a la vista, tienen algo de coraza mitológica, y ese andar espeluznante con la cola en alto y la espoleta en la punta, lista. Mientras la casera me mostraba las dos habitaciones y pico de la celda se daba el aire de quien está mostrando una mansión. Tampoco ningún casero o casera debe decir que el lugar que está rentando tiene alacranes, arañas y una humedad partehuesos, claro. Desde que yo bajaba la última cuadra de acuerdo con la dirección indicada, me sentí peor que cuando había leído el anuncio en el periódico (una renta mensual tan baja, sin duda, era el aviso de que se trataba de una casucha).Bueno, lo que yo buscaba, no había para más. Pero las bajadas requieren luego la subida. Y odio las lomas. Desde pequeño las odié (será porque físicamente nunca he sido resistente). Por eso me alegré de ser niño cuando Fidel Castro fundó la guerrilla en la Sierra Maestra: mi romántico sentido de la igualdad me hubiera compelido a alzarme en la Sierra, pero mi repulsión por las lomas habría hecho surgir un conflicto interior. Como era niño no tuve ese problema. Un timbre que nadie parecía escuchar pero que yo, desde fuera, lo oía sonar. Mejor, pensé, me voy, yo no podría arrearme esta loma constantemente. Esos momentos en la vida en que uno necesita, y quiere, y no quiere, avanzar en algo. Mas, para que no quedara por mí, sino más bien a la cuenta del Destino, tomé una piedrita y la soné contra el portón de metal. Se escucharon pasos al otro lado, como de alguien que cojeara. La ochentiañera utilizaba una muleta para apoyar la banda derecha de su cuerpo. Sin embargo, bajó las escaleras de metal renegrido y costroso –con el plano más inclinado que una escalera ordinaria–, a más velocidad que yo (como si no llevara una muleta, sino más bien tres piernas, y no pesara, calculo, unos quince kilogramos por encima de su futuro inquilino ni hubiese nacido treinta y tantos años antes que éste). Me preguntó si me había enterado de la renta por el periódico y se quejó de lo caro que hoy día cobraban los anuncios los periódicos. El más estoico de los seres humanos siente miedo o no sé si autocompasión cuando se ve bajando hasta el fondo, o hasta lo que para él significa el fondo. Creo que una de las causas de la depresión es la autocompasión: cuando ésta comienza a horadar, hasta los que no son depresivos al menos chapotean en ese pantano. Mientras yo me daba cuenta que estaba a punto de rentar una celda, me preguntaba si era eso lo que merecía después de tanto guerrear en la vida o por la vida o contra la vida, depende de cómo se quiera ver, y contestarme lo que ya sabemos: en la vida nadie tiene lo que se merece, sino lo que tiene; en este caso, a espacio abierto, un tramo de lobreguez al cual apenas, allá, desde lo alto, alcanzaba la luz natural; una puerta de latón y madera hecha como con rencor a base de retazos hallados en los basureros de alguna prehistoria, quejumbrosa al ser abierta; un tramo ínfimo que, me ha afirmado la casera, es una cocina, con una estufa de dos hornillas, gris como toda esta ciudad, que funciona muy bien, me ha advertido ella, eufórica casi, a la vez que parece utilizar las tres piernas (la muleta y la averiada incluidas); otro tramo minúsculo a la izquierda: el baño, que no he querido ver cuando ella lo describe con tenacidad; a la derecha otro espacio pequeño con una batea de concreto, unas cuerdas puestas de pared a pared, una ventana que da al abismo que precede a una calle abismal que se retrepa barranca arriba cuajada de casas pequeñas hechas como quiera o a medio hacer (de donde los viernes o los sábados o los viernes y los sábados llegará una música de pachanga a todo galope que hasta su última nota imposibilitará al sueño–aquí tantas personas no van guardando dinero para el entierro ni tienen con qué rebajar el inventario de la tienda mañana, pero se beben y fiestean hoy hasta la deuda de los bisnietos). En lo que sería el dormitorio hay una ventana que da a la calle embarrancada, a las barrancas, y que nunca he abierto. Por otra ventana frente a la pielera de la cama, si se está acostado, se puede mirar el cielo: un trazo por encima de unas escaleras de piedras semiderruidas por donde bajan o suben las personas que van o vienen de la barranca. Es difícil creer que alguien viva en un lugar donde está más bien enterrado, pero tenga una ventana que da al cielo. En los primeros días tampoco era posible dormir a una hora adecuada: en la celda de enfrente, sobre la medianoche, se ponía a singar (coger, dicen aquí) la pareja que allí vivía. La situación se agravaba porque el hombre también gritaba cuando estaba singando. Es primera vez que sé de un hombre que grite de tal manera, como una mujer, cuando lo está haciendo. El aullido del par atronaba por todo el edifico (esto de “edificio” es un eufemismo), debía empinarse hasta las orejas de los que vivían más arriba. Seguramente esta pareja trabajaba en el mismo sitio: sobre las once se escuchaba el resonar de sus pasos contra (no sobre) los escalones de fierro. Y la singadera, puntual, en la medianoche. Yo esperaba que terminaran para hacerme cargo del sueño. “Ay, qué rico, cómo me estoy viniendo”, repetía seis o siete veces –sobreponiéndose a la voz del varón– la mujer en el clímax. Su voz era hermosa, frutal, como la de la mayoría de las mujeres aquí.


Félix Luis Viera


Félix Luis Viera (Santa Clara, Cuba, 1945) Poeta, cuentista y novelista. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la UNEAC*, 1976, Ediciones Unión, Cuba), Prefiero los que cantan (1988, Ediciones Unión, Cuba), Cada día muero 24 horas (1990, Editorial Letras Cubanas), Y me han dolido los cuchillos (1991, Editorial Capiro, Cuba) y Poemas de amor y de olvido (1994, Editorial Capiro, Cuba); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983, Ediciones Unión, Cuba), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983. Editorial Letras Cubanas. Reedición 1986. ) y Precio del amor (1990, Editorial Letras Cubanas); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988. Ediciones Unión, Cuba), Serás comunista, pero te quiero (1995, Ediciones Unión, Cuba), Un ciervo herido (Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2003) y la noveleta Inglaterra Hernández (Ediciones Universidad Veracruzana, 1997. Reediciones 2003 y 2005). Su novela El corazón del Rey acaba de ser presentada en la Ciudad de México. Pertenece al Equipo Editorial de La Peregrina Magazine.

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