​Vámonos al baile



​​Ramiro Cruz era el menor de tres hermanos, apenas si se le esbozaba un remedo de bigote. Alegre y muy dado a las fiestas, gustaba de ir a cuanto jolgorio se celebraba en su pueblo y poblaciones vecinas.

No era raro que regresara a su casa despuntando el sol, siempre en su caballo alazán, que acostumbrado a las andanzas del jinete, ya conocía, aún en la oscuridad, los senderos de regreso hasta el corral.

Ese día, muy de madrugada, regresaba Ramiro de una fiesta de quince años, su caballo iba muy despacito ya que una fina llovizna hacía resbaladizo el camino que bordeaba la ladera, en un descuido podía desbarrancarse y adiós bailes.

El cielo estaba cubierto por densas nubes, lo que hacía más impenetrable la oscuridad. Cuando descendía por la parte más empinada del barranco, Ramiro sintió un aleteo sobre su cabeza, cuando volteó para arriba no pudo distinguir qué era, la fina lluvia aunada a lo cerrado de la noche le impedía distinguir nada.

El aleteo desaparecía a ratos para reaparecer con alguna frecuencia. Por debajo de la camisa Ramiro notó un sudorcillo helado y picó espuelas para apurar el paso de su alazán.

Era la primera vez que escuchaba ese aleteo y sintió un poco de temor. Al bajar la ladera, ya en un tramo de llanura, castigó al caballo con su cuarta, el trote corto pasó a ser un galope tendido, el jinete sentía pasar sobre su cabeza las ramas de mezquites y huizaches que abundaban en el campo, sin poder evitar el roce de algunas en su sombrero.

Aunque el caballo más que correr volaba, Ramiro continuaba escuchando por momentos el aleteo sobre su cabeza y espalda. Los minutos que cabalgó del llano a su casa le parecieron una eternidad. En una hábil maniobra, hizo brincar al caballo sobre las trancas del corral, de golpe detuvo su frenética carrera; caballo y jinete estaban bañados en sudor a pesar de lo fresco de la madrugada.

Aún no recobraba el aliento, cuando escuchó nuevamente el aleteo en las inmediaciones de la cerca, con una lámpara de bolsillo iluminó el lugar y pudo observar, parada en las trancas, a una lechuza, que lo miraba fija y tiernamente, con un rápido movimiento desenfundó el machete que colgaba de la silla del caballo y sin pensarlo cruzó de un tajo el cuerpo de la lechuza, ya en el suelo, de un segundo machetazo le cercenó la cabeza. Ramiro se dirigió a su cuarto y sin hacer ruido se metió a las cobijas.

Ya entrada la mañana, lo despertó el vocerío de la gente vecina, que se arremolinaba en el corral de su casa alrededor de una joven desnuda, que yacía con el cuerpo partido en dos y decapitada, al verla Ramiro la reconoció... había estado bailando con ella toda la noche.

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Everardo Antonio Torres González




​​Everardo Antonio Torres González. Durango, México. Médico, músico y poeta. Ha publicado El amor es un suplicio itinerante, Catavento (edición portugués-español), En un viento de mar, Guitarra, Mujer y Canto y Vámonos al baile. Parte de su obra ha sido publicada en las revistas: Cordillera, el Picudo Blanco (España), Antologías I y II de la Red de Escritores Independientes de Durango, Forja da liberdade (Brasil) y en varias revistas electrónicas de Argentina, España y Brasil. Ha obtenido premios en poesía así como el reconocimiento del Ayuntamiento de la Ciudad de Durango, que ha publicado recientemente su libro de cuentos Vámonos al baile.
N.E.