El rumbo inevitable de la brújula (Fragmentos)
Carmen Duarte

I

La primera vez que le enseñaron una brújula, pensó que se trataba de una broma y se rió hasta que le dolió el vientre. No podía entender cómo la aguja siempre marcaba al norte por mucho que intentaran cambiarle el rumbo. Él no era precisamente un joven inculto, a pesar de ser mestizo, tenía conocimientos de la cultura occidental, los monjes jesuitas que le criaron, le enseñaron a rezar, preparar remedios para los enfermos escogiendo cuidadosamente ciertas plantas, leer, escribir y a reproducir como un artesano la Biblia y otros libros santos, pero nunca le hablaron de instrumentos de navegación o de ciencias porque no sabían mucho de esas materias.

La idea de que fuera a estudiar Filosofía y Ciencias en Europa fue de los monjes que cansados de recibir pequeñas limosnas, se propusieron abrir una escuela para niños de familias ricas en América. Ellos se habían dedicado por años a catequizar e instruir espiritualmente a los nativos y a los conquistadores sin cobrarles un centavo y ahora que la colonia comenzaba a ser próspera, creyeron que era tiempo de recoger el fruto de su labor. Pero una escuela, para tener suficiente seriedad, necesitaba al menos una persona que dominara física, matemáticas, filosofía, ramas que ninguno de aquellos monjes conocía a profundidad. Entonces pensaron en Bartolomé que aunque mestizo, era un chico bien listo y de su entera confianza, al que habían criado desde que su madre lo abandonó recién nacido en la puerta del monasterio.

Cuando se lo dijeron, Bartolomé lejos de alegrarse se atemorizó, él siempre había sido un niño inteligente, pero muy tímido y de tan solo pensar que iba a enfrentarse a lo desconocido, le temblaron las piernas. Sus protectores le inculcaron valor asegurándole que en Europa, también estaría bajo el cuidado de la Iglesia, pero como el joven no cedía, se propusieron alimentarle el ego y le prometieron la Dirección Académica de la futura escuela. Bartolomé que conocía muy bien las desventajas de ser mestizo y bastardo, comprendió que esta sería una oportunidad única para lograr un lugar social, equiparable al de un peninsular y aceptó.

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Durante esos años de estudio, varios de los monjes que le criaron habían muerto en América, a causa de una epidemia de viruelas que azotó la ciudad y Bartolomé que ya no recibía correspondencia de manera tan seguida como al principio, comenzaba a sentirse muy alejado del continente que lo vio nacer y del proyecto de la Escuela, al punto que comenzó a dudar si debía de regresar o no.

Sin embargo, dos días antes de graduarse, recibió una carta del Vaticano donde le felicitaban por sus éxitos y a la vez le anunciaban que la escuela donde impartiría clases en América ya estaba terminada. En el último párrafo de la misiva, sus benefactores le rogaban que emprendiera el viaje de regreso cuanto antes, para que pusiera en marcha el primer curso escolar y además, le hicieron saber que varios monjes jesuitas ya habían partido de Italia para asumir las diferentes áreas de dirección de la escuela. Esto último inquietó a Bartolomé quien hasta el momento tenía entendido de que sería él quien asumiría la responsabilidad directriz de al escuela y decepcionado, pensó en rebelarse y huir a otro lado de Europa ocultando su identidad, pero después de varios segundos de reflexión comprendió que sería imposible escapar del poder del Vaticano y decidió acatar su mandato, con la esperanza secreta de que más tarde o más temprano le nombrarían Director Académico de la nueva escuela, a pesar de su condición de mestizo y bastardo.

Junto con aquella carta llena de órdenes, Bartolomé recibió un regalo muy elocuente por parte del Vaticano, venía en una cajita de madera de sándalo que al abrirla tocaba música y al fondo, envuelta en un pañuelo se seda, el joven encontró una brújula y una tarjeta firmada por el Papa Clemente VIII con una frase que empezaba en latín: “Pater Noster, et ne nos induscas in tentationem” y luego terminaba en español: “Ve siempre por el camino que conduce hacia Dios”. La carta principal tenía una posdata donde le explicaban que esa brújula había pertenecido al Papa Clemente VIII por muchos años y le aclaraban que se trataba de una prenda muy querida para el Pontífice, quien solía llevarla a todos sus viajes porque aseguraba que el instrumento le indicaba los senderos hacia El Padre Celestial. El Papa había decidido bendecirla y enviarla como regalo a Bartolomé porque en su opinión, un joven tan sabio debía permanecer muy cerca de Dios.

Sorprendido por recibir aquel obsequio que ponía un dedo en su yaga de navegante frustrado, Bartolomé sonrió al ver la brújula y se preguntó cómo el Papa podría tener la sensibilidad de hacerle un regalo tan acertado, si nunca le había conocido en persona. Comprendiendo el honor que le hacía Su Santidad, Bartolomé se llenó de orgullo por ser merecedor de una prenda tan especial que sin embargo por su aspecto, parecía una brújula común.

Cualquiera que hubiese visitado el Vaticano podía ser testigo del enorme lujo que rodea a la jerarquía católica y sin dudas hubiera imaginado que la brújula del Papa tendría incrustaciones de oro y piedras preciosas al menos en el estuche, sin embargo aquel instrumento era el más sencillo de todos, no obstante, Bartolomé infló el pecho y se pavoneó en sus habitaciones, imaginando la cara que pondrían los jesuitas de allá, cuando les mostrara el regalo del Papa.

II

Con dieciséis años cumplidos y sin nadie en el mundo, Domingo se lanzó a la aventura poniendo todas sus esperanzas en el Sur. Iba en busca de su padre, de la otra mitad de sí mismo que siempre le había sido negada. Con la sortija de su difunta madre pagó un lugar en una de las barcazas que salían a media noche rumbo al nuevo mundo.

El, como todos los de aquella Isla estaban acostumbrados a navegar, pero ninguno imaginaba lo que sería una travesía tan larga. Parecía increíble que a principios del Siglo XX, alrededor de cien hombres se aventuraran a repetir la ruta de Cristóbal Colón para llegar a América. A puro remo, se alejaron de Las Islas Canarias en dirección a Cabo Verde y luego se dejaron llevar por las corrientes y los vientos del Atlántico.

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Cuando divisaron tierra, el timonel les anunció que se aproximaban a Porlamar, la famosa ciudad de las perlas, enclavada en Isla Margarita. Un grito de júbilo llenó de alegría la barcaza, al punto de que algunos lanzaron sus sombreros al aire, contentos de tener frente a sí, un pedazo de Venezuela. Todos habían escuchado un sinfín de historias que describían las riquezas que poseían esas tierras y el hecho de llegar sanos al sitio de sus sueños, les puso a temblar de emoción.

Domingo contempló la costa como todos los demás y más calmado por saberse a salvo de la fiereza del mar, se acordó del marido de María Inés, quien tras cada vuelta a la Isla, no se cansaba de asegurar que Venezuela era el mejor sitio de América para hacer fortuna, pero hasta el momento no había hecho ninguna.

Al caer la tarde, bajaron a tierra por un punto distante del puerto y la aduana. Después de salir de la playa, divisaron unas casas de madera y allí vieron por primera vez a los indígenas con sus pieles tostadas y el cuerpo medio desnudo. Domingo se detuvo a mirar las tetas caídas de las ancianas y se preguntó dónde estarían las jóvenes de ese lugar porque no las veía por ninguna parte.

Los indígenas les ofrecieron agua y pescado a cambio de que los recién llegados les contaran de dónde venían y cuánto tiempo pretendían permanecer en la Isla. Domingo no pronunció una sola palabra, sin embargo, una de las ancianas se le acercó sonriente y le ofreció comida, a la vez que le preguntó su nombre, pronunciando el castellano con un acento muy extraño para él. Domingo se identificó, tomó en sus manos la comida, pero antes de tragar el primer bocado, detalló la forma en que los pezones de la indígena caían sobre su vientre y sin poder contener la curiosidad, le preguntó por las muchachas de la Isla. La mujer manteniendo la sonrisa, dio media vuelta y se alejó, sin responderle su pregunta, entonces él pensó que de seguro la anciana no entendía completamente el castellano y por eso no le contestó.

Aquella noche Domingo regresó a la playa y se acostó sobre la arena a la intemperie como los demás recién llegados. En silencio rezó un Ave María a la Virgen de las Nieves y le dedicó un pensamiento a su madre y se dispuso a dormir, pero los ojos se le llenaron de lágrimas recordando la bondad de la mujer que lo trajo a la vida y le prometió bajo las estrellas que él haría fortuna para regresar y construirle una capilla en el sitio donde la había enterrado. Casi rendido por el sueño, se imaginó cómo sería la capilla en honor a su difunta madre y revisando en su memoria las capillas de su pueblo, decidió que la de su madre sería diferente, para que todos tuvieran que hablar de ella y medio dormido, se juró que levantaría el monumento con caracoles del mar.

III

Aquel día cuando salió el sol, a Teresa le pareció que los surcos del campo se veían más derechos que nunca y convencida de que estaba pensando boberías, sonrió con el placer especial que le daban los primeros rayos de luz del día y la taza de café amargo con que cada mañana salía a contemplar la finca, después de servir el desayuno a los jornaleros que venían a trabajar.

Descalza, disfrutó la frescura del rocío que bañaba sus pies y con esa manía suya de husmear entre los sembrados en busca de alguna sorpresa, descubrió que los tomates comenzaban a brotar en las matas y se rió con la ingenuidad de una niña. No había nada que le gustara más que contemplar los tomates porque le recordaban a la abuela cuando decía, “el mundo es redondo y apestoso como un tomate podrido”.

Contenta por el hallazgo, tomó un sorbo de café y lo dejó escapar por entre el hueco que habían dejado en su dentadura, los dientes delanteros, cuando se le cayeron en el cruce de la frontera, años atrás. A estas alturas de su vida, ya se había acostumbrado a vivir sin ellos, al punto de que solía jugar con el vacío de su boca, sin importarle que los demás se rieran de sus muecas y como estaba negada a cultivar en su mente los momentos malos de su pasado, ya ni se acordaba de la pateadura que le dio aquel caballo de los guarda fronteras y se defendía, contándole a todos que nunca le habían salido dientes.

Con calma fue caminando hasta la arboleda colindante, para revisar el sembrado de plantas medicinales que desde hacía años cuidaba con esmero porque habían sacado de apuros a más de uno en la finca, incluyéndola a ella misma que padecía de males estomacales desde que perdió de vista a su hijo Jesús cuando estaban entrando al Norte.

Cada vez que se acordaba de Jesús, la ansiedad le llenaba el cuerpo y parecía que iba a estallar, pero como no tenía ni la más remota idea de cómo encontrar a su hijo que ya debía de tener por lo menos treinta años, no le quedaba más remedio que irse al baño y aliviar el vientre hasta que el cuerpo y el alma le volvieran a la normalidad.

Para Teresa llegar al sembrado de plantas medicinales era como entrar a su paraíso privado porque casi nadie pasaba por allí. Cuando llegó a la finca hacía unos veinte años, ya los dueños habían plantado aquella hilera de árboles magníficos para proteger del viento y la tempestad a los sembrados de tomates y como nadie tenía que cuidarlos porque estaban crecidos, no se acercaban con frecuencia al lugar. Entonces ella, aprovechando la generosa sombra de los robles, decidió sembrar las mismas plantas con que su abuela la había curado desde que nació.


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