Memoria de Rainer Maria Rilke




Pródigo,

al final de los ruidos de un día,

después de innumerables viajes,

de ceremonias, aplausos y condecoraciones,

lejos de las catedrales y los dioses,

                                                          el poeta,

que un día cantara a la primavera con tanto fervor,

trémulo y vuelto a sus primeros asombros,

sobre el torso iliminado de un poema

escribió: me faltas tú, amada


Y en el instante de concluir la frase,

aquellas palabras sencillas y misteriosas,

habría sido indescriptible encontrarse con sus ojos,

y desde lo alto,

contemplar los incendios, las miserias

y los tesoros de su alma.


me faltas tú, amada

Y pregunto por qué se burlaba el poeta;

por qué todavía allá en lo hondo la sonrisa.

me faltas

¿Quién? ¿Hace cuánto?

¿Cómo recordar su nombre, el color de un gesto,

algún detalle,

si de ésta, de aquella tarde apenas queda

la fragancia de una gloria extinta

y un romolino de pétalos

                                         girando

entre vagos esplendores?


Inútil rescatar memorias.

Quizá se refería a la mujer innombrable,

perdida en la urdimbre de las ciudades;

a la muchacha que faltó a las ceremonias

             y a los conciertos

y confundió la calle o la primavera

en que debieron encontrarse.


Pero claro: esto sólo no basta.

¿Quién podría al menos recordar su nombre?

¿Quién se lanza otra vez a la aventura?

¿Cuál de nosotros hollará con sus pasos

el umbral de su puerta,

el claro del bosque o la celda,

en cuyo fondo palpita, anhelante y húmedo,

el cuerpo de la amada?

¿Quién podría al menos recordar tu nombre?

¿Quién se atreve a repetirlo?


me faltas tú, amada

y fue en ese instante,

en el instante de pronunciar estas simples palabras,

cuando supimos, inclinados sobre aquellos versos inmortales,

que al más feliz de los hombres

puede alcanzarle una mañana el desamparo,

la misma incertidumbre del adiós, de las pérdidas y las distancias,

y que no resultaría extraño entonces que el poeta

-uno de estos legionarios que hoy habita entre nosotros-

pródigo y vuelto como aquel a sus primeros asombros,

sienta en su pecho, al final de los ruidos de algún día,

renacer incontenibles, como frías orquídeas abiertas en el alba,

aquellas sencillas, misteriosas,

y ya por siempre,

temidas palabras.



Carlos Barrunto






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