​Al lado de Lidia, convaleciente.



Hago figuras con la penumbra que se estacionan
en lo más alto del techo;
objetos y animales turbados por el vaho caliente
que esparce el vano viento que penetra por los resquicios
luego de mover ligeramente las hojas de los árboles
que han crecido a la altura de las ventanas.
Refrescan con su aliento los pasillos que huelen a lejía,
y por el que reparten, a cada convaleciente, el pan sin levadura
junto al jarro de leche entrecortada y humeante,
antes de que simulen entregarse al descanso o se despidan
para siempre de sus camas de hierro,
capa de pintura sobre la otra, varias veces
los verdes en diferentes tonalidades.
Se anclan en la penumbra más alta las complejas máquinas
que no sabría echar a andar.
Un globo aerostático se oculta en un cielo tempestuoso
que intenta resguardarse en la coposa fronda de los árboles.
Un enjambre de peces voladores andan por las grutas soterradas
de la oscuridad del techo.
Luego pongo atención
a lo que estará queriéndole responder al sueño
mi esposa que jadea, pausadamente,
con igual ritmo acompasado de sus palabras.
Son pocos los sonidos que la noche deja traspasar,
a través de las raídas ventanas del hospital.
Pocas las estrellas que desde un ángulo propicio puedo observar.
La noche, que llega desde un vacío cuyos límites solo sospecho,
deja caer alguna tenue luz sobre su cuerpo.
Le acaricio la frente. Es hermoso estar al lado suyo
aún cuando está dormida
y no pueda decirle que las figuras que he formado en la penumbra
también le pertenecen, incluso esos aparatos inservibles
que esta larga noche no me ha alcanzado para ponerlos en marcha.



Las flores en el búcaro

​Cuando las flores, en el búcaro de porcelana,
blanca como la cáscara de un huevo, se retiran
cuando el tiempo ya ha borrado todo su esplendor
siento que me abandona esa belleza imprescindible
que preciso en tanto vacío de una casa sin jardín.

Es una pena que no estuviesen puestas para mí,
que su esplendor no fuese resultado de mi deseo.
Es difícil el mundo de los hombres
en que admirar las flores en la jarra de porcelana alemana,
regalo de mi abuela,
sea una debilidad incomprensible.



El regreso

En las mañanas coloco una ofrenda en la puerta de casa,
la disperso como si fuese una fragancia,
cubriendo las grietas
como si fuese posible sellarlas para siempre.
Sé que mis intenciones son inocentes,
como mis palabras.
La puerta permanece abierta,
pero no todos pueden penetrar,
ni tiene sentido hacerlo.
Como tampoco permanecer bajo un extraviado cielo,
nube negra en que se ladean las estrellas
que como grilletes inmovilizan la noche, oscura resina
que nada aporta a mi escaso sentido de orientación.

He visto el último gesto de una hoja,
caer desde lo más alto del árbol que ha crecido
en la distancia olvidada entre mi casa
y la de mi anterior vida.
Pero no estoy dispuesto a regresar.



Un sueño difícil de contar

Debo inhalar el aire intoxicado,
el aire que respira el animal que ahora me observa
sin deseo alguno de atacarme.
El brillo de sus ojos
me recuerda el resplandeciente filo del hacha
que depositaron en mi cuello. Era un sueño y lo sabía.
No sé cómo pude saber que todo el sufrimiento
sería pasajero, una simulación
de un dolor que no me pertenecía.
Por simular, como es costumbre,
o aportar dramatismo a ese instante,
mi angustia fue tan cierta que llegué a sentir el silencio
de mi corazón.
En la intimidad que crea el vacío de la noche
tuve la certeza de no ser yo quien respiraba, sino la muerte
sobre mi cuerpo
inmovilizado por tan profundo dolor que tuve miedo
de no poder contar nunca ese sueño.
La obsesión de asir mis manos sobre un día cualquiera del infinito,
ha tenido un alto costo.
Y ahora solo me es posible hacerlo desde la sombra
que me oculta, a pesar de permanecer de pie.
Tengo miedo que flaqueen mis pies, entonces no podría ver
lo que ahora observo
pese a la oscuridad que traza el horizonte.
A veces temo reconocer que he pasado demasiado tiempo
en los límites,
por lo que mi memoria, poco a poco se ha ido vaciando.


Arístides Vega Chapú

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Fotografía: KarArt
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