Editorial: Ser de la Poesía


      Estar ante un poeta es reconocer que nos hallamos siempre delante de un misterio, al menos para mí. Individuo desasido de todo que únicamente encuentra en la poesía su etnicidad y sustento: su razón de ser. Alguien que indaga en sí mismo y en los otros a través de ese instrumento del cual no se puede prescindir: la palabra. Cuando se pliega a otros intereses, cualquiera que sea, se prostituye, y en la abyección se envilece, ajeno a ella. La poesía convierte restos de un naufragio en joyas.
       Desde lejanos tiempos donde se pierde la memoria humana, siempre hubo alguien a quien le fue dada la gracia del canto. Un privilegio. El lenguaje como medio de expresión se convirtió en la forma de comunicar lo que el poeta ve y los demás no intuyen o ni siquiera sospechaban pero que en su voz sí lo disfrutan. De ahí los aedas y esos seres errantes que iban de pueblo en pueblo contando historias y versos.
       Si en el principio fue el Verbo, como dicen las Sagradas Escrituras, el acto de nombrar es para el poeta al mismo tiempo pregunta y respuesta, tiniebla y fulgor, penetración y deslumbramiento, confesión y contención, serenidad y delirio, quietud y búsqueda, vaticinio y desciframiento, ebriedad y certeza, sacralidad y carnalidad, devoción pero también sacrilegio celestial y terrenal, sosiego y arrebato, fasto y desnudez, revelación y ocultamiento, suicidio y sacrificio: balbuceo, susurro, grito... Hace legible lo ininteligible en un terreno donde ella le concede sentirse seguro –incluso sin que nadie lo escuche- a resguardo de la soledad y la intemperie. El poeta es rey en la orfandad.
       Fue la poesía un don dado a los hombres como el fuego. Pero mientras éste ha tenido una utilidad práctica, el de la poesía nunca se ha sabido con certeza cuál es, aunque José Martí afirma que es más importante para los pueblos que la industria misma.
       La han querido definir: ella es inasible. Encasillar, clasificar, callar e incluso encarcelar y vejar: ha mostrado siempre en sus manos los estigmas como rubíes sangrantes de la libertad. Las profecías de creación y destrucción han sido vaticinadas por la videncia de los poetas, aunque fueran ciegos.
       Es hija del misterio y del hechizo, de lo invisible y de la magia. Hermana del sueño, la inspiración y la adivinanza. Su origen divino y hechizado hace que se mueva con realeza entre la farsa de las máscaras. Si los hombres duermen u olvidan quiénes son, ella, en permanente vigilia, viene a recordarles la facultad de tener conciencia de existir.
       Cuando le acercan a su velado rostro el espejo de la falacia, la poesía responde con un relámpago del espíritu que lo destroza, fascinada. Plena se transfigura en gozo, prodigio, consuelo, comunión, alabanza pero también es desgarro, diatriba y repulsa contra quienes la censuran o sojuzgan. Es entonces que escapa de barrotes visibles e invisibles, irrumpiendo con improperios: también es blasfemia y profanación. Vulnera con cegadora luz todo dogmatismo donde reine la oscuridad y, para escarnio de sus lacayos, la opresión que amordaza con la estulticia y el envilecimiento, destrozando la mordaza del silencio. Y ay al que ella escoja como blanco de su ira, porque es implacable, ay.
       Ahora que en lo cotidiano y en lo contemporáneo se constata el fracaso pavoroso y creciente de la razón –según Goya predijo: el sueño de la razón engendra monstruos- de todas las artes y habilidades humanas, la poesía es lo único que ha podido descender a los infiernos del mito, la Historia, del ser, y ascender triunfante hacia la aurora. Que ella nos acoja: no nos abandone.

                                                                                                                            Alberto Lauro





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